Han formado parte de la marea blanca y han rodeado hospitales públicos para protestar ante la privatización de la sanidad. Llevan bata, pero no cuelga de sus cuellos un estetoscopio. No tienen claro cuál es su futuro y si acabarán desapareciendo como colectivo, integrado, mayormente, por mujeres. Son las auxiliares de ayuda a domicilio y dependencia y están en tierra de nadie
«La aguja marca las seis de la mañana. Las cinco en Canarias», dice el locutor antes de que empiecen a sonar las señales horarias a través del despertador de Fernanda, auxiliar del Servicio de Ayuda a Domicilio (SAD) desde hace dos décadas y un lustro. El jueves que le está dando la bienvenida no es amable. Aún es de noche y el invierno golpetea en la ventana de su dormitorio, donde Jesús, su marido, un transportista en paro, todavía duerme. «Hace pequeños trabajos, como mudanzas y portes, pero no le dan mucho», cuenta Fernanda mientras se prepara el primer café de la jornada en la cocina. Tanto ella como su marido sobrepasan los 50 y no sienten que la vida les deje ya ningún tipo de recompensa por tanto esfuerzo. Siguen, con resignación, una rutina autómata. «Cobramos una mierda y todavía tenemos que dar las gracias». A tenor de lo que pueda parecer, el final de la semana no es sinónimo de alegría en el hogar de esta familia vallecana.
Antes de salir a la calle, en el portal, la mujer se enciende un cigarrillo, aunque maldice al mechero por la poca chispa que ofrece. «Ni gas, ni chispa… ¡ni nada! Así no hay manera ni de matarse», arremete en un golpe de dramático ingenio. Finalmente, la llama se forma y logra encender el pitillo.
Fernanda se dirige hacia el primer domicilio de su ronda de servicios. A las ocho y cuarto le espera la primera usuaria, pero en realidad, antes de empezar a trabajar, debe tomar el autobús y hacerse un trayecto de varios y largos minutos. Mucho de su tiempo se consume entre autobuses y metros, y para colmo de males, la empresa para la que trabaja, subcontratada por el Ayuntamiento o por la Comunidad, recorta el gasto de transporte. «Saben de sobra el tiempo que tenemos entre servicio y servicio. ¡Está todo en el parte que entregamos! Pero si tengo que hacerme una hora entre casa y casa, ¿por qué dicen mis coordinadores que en realidad hay menos de un cuarto de hora?», protesta. Según cuenta, peor lo tiene una compañera suya que, para ahorrar tiempo, pone su coche particular a disposición de los ajustadísimos horarios. «Vive en Legazpi, pero para facilitarle la labor a las compañeras ofrece llevarlas si pilla de paso». Se le pregunta a Fernanda si los jefes se lo pidieron o si la propia empleada lo propuso, pero ante la cuestión, se encoge de hombros. «Hombre, ella lo comunicó a la dirección y no pusieron problema. Ahora, si se le avería el coche, nadie de la empresa, salvo ella, se hará responsable del arreglo. Al menos, en algunos casos, pagan el kilometraje».
Llega el autobús más o menos puntual y lleno, como casi todos los días. Fernanda encuentra un asiento libre y se coloca la mochila delante suyo. Dentro está su ropa de trabajo: bata, zapatos, guantes de goma y de látex y una carpeta. Aprovecha para apoyar la cabeza contra el cristal y cerrar los ojos.
«No somos ‘chachas’»
Han transcurrido dos horas desde que Fernanda se despertó y todavía no se ha puesto su uniforme. De hecho, está a punto de hacer sonar el timbre del piso de Carmen, una jubilada con problemas de movilidad que vive sola. «La pobre mujer —cuenta Fernanda— lleva así varios años, desde que enviudó. Sus dos hijas ni vienen, y si lo hacen es para pegarle el sablazo». La señora tarda en abrir la puerta, pero no le falta la sonrisa al verla. Le tiene preparado en el salón un café con un bollo. Carmen sabe de sobra que no pueden aceptar regalos o detalles de ese tipo, pero le insiste. «Te lo he hecho con todo el cariño del mundo, hija. Tómatelo antes de que se te enfríe».
Ya son las nueve y veinte y Fernanda se despide cariñosamente de Carmen. Su hora de labor en esa casa ya se ha cumplido y es el turno de atender a otra persona. Guardando la bata de mala manera, la auxiliar baja las escaleras con otro humor. «Ojalá todos fueran como Carmen. Y no lo digo por el café, sino por el trato. Es un cielo y la voy a echar mucho de menos cuando me cambien el servicio».
Hace tres meses, en otra casa, Fernanda vivió una experiencia totalmente contraria. Sucedió que, Fernanda, dentro de sus tareas obligatorias, tenía que limpiar la cocina y el cuarto de baño. Nada más. Así estaba acordado entre la empresa y el usuario, que en este caso era una señora de unos 70 años que vivía con su hija de 40. Era la primera vez que ejercía sus labores en esa vivienda, aunque ya conocía, por otras compañeras, cómo solía ser la experiencia. «Madre e hija me obligaron a bajar a por la compra y a hacer la comida, cuando de sobra sabían que eso no estaba en el contrato. Yo me negué». El resultado de la discusión fue una denuncia por lesiones y amenazas. Sin contar las dos patrullas de policía que tuvieron que personarse en la vivienda. Fernanda sigue: «La hija me quitó el móvil para que no pudiera llamar ni a mi coordinadora y la madre me decía que era una puta y que iba a hacer que me despidieran», cuenta con la voz quebrada. Sus ojos derraman dos goterones y el maquillaje reseco dibuja un fino hilo de color azul oscuro por una de las mejillas.
Se limpia y prosigue con la narración: «No querían devolverme el teléfono, así que traté de recuperarlo. Fue entonces cuando me abofetearon. Pude recuperar el móvil, pero habían cerrado la puerta y no me dejaban salir. Conseguí llamar a mi jefa desde el cuarto de baño. Al ratito vino la policía y me sacaron de allí». A veces sucede que algunas trabajadoras hacen tareas que no corresponden con lo acordado, incluso algunas peligrosos como limpiar las persianas por fuera, quitar la hoja de la ventana o hacer recados. «No somos ‘chachas’», recalca.
Funcionamiento del servicio
El funcionamiento del servicio es el siguiente. Una persona solicita al Ayuntamiento de su ciudad (concretamente a Servicios Sociales) la ayuda. Después, los trabajadores sociales se entrevistan con el solicitante para hacer un estudio de su caso con el objetivo de valorar el tipo de servicio que se le prestará en el futuro. Una vez realizado ese paso, se firma un contrato en el que se especifica el tipo de servicio que recibirá esa persona, el horario, fechas y otra serie de condiciones aprobadas por cada una de las partes: Ayuntamiento, empresa y usuario.
Conformado el acuerdo, la empresa contratada por el Ayuntamiento enviará a sus empleados para cumplir con lo firmado. El problema viene cuando se abusa del servicio. Como Fernanda dice, «hay otras trabajadoras que ceden y lo hacen». ¿Y por qué? Sencillamente porque no quieren perder su trabajo, porque el sueldo ya está más que perdido. «No nos negamos por gusto, nos negamos porque tenemos unos derechos que debemos defender y que, encima, están siendo pisoteados por nuestros jefes, por los ayuntamientos, por los usuarios y por nosotras mismas. Si en nuestro parte está indicado que en tal servicio solamente hay que, por ejemplo, limpiar el baño y la cocina, no vamos a hacer nada más. No por ‘flojas’, sino porque es lo que está estipulado. Si quieren ampliar el servicio, que hablen con Servicios Sociales, pero nosotras no vamos a ser las criadas de nadie», sentencia Fernanda, que ya pulsa el botón del portero automático del siguiente servicio. Todavía tiene que visitar tres casas más antes de acabar su jornada, a eso de las tres de la tarde. En cuanto salga tiene que hacer la compra y la comida.
De Fernanda a Victoria: cruzando la M-30
Victoria es compañera de Fernanda, pero su vida es muy distinta. Está divorciada y tiene que dar de comer a dos hijos, además de pagar el alquiler. Realmente sus hijos están en edad laboral, pero ninguno de los dos ha encontrado nada desde que dejaron los estudios. El mayor acabó un módulo de informática hace varios años y el pequeño dejó los estudios secundarios para meterse en la construcción porque «antes de la crisis se ganaba más». El único dinero que entra en el hogar es el que lleva Victoria a final de mes y alguna ayuda que recibe por parte de su madre o de alguna vecina.
El día de Victoria es más largo que el de Fernanda. Para empezar, hace doble jornada y el sábado lo dedica enteramente a cuidar de Jesús, un niño con síndrome de Asperger. Se trata de un servicio particular. «Conseguí este otro trabajo por mediación de mi cuñada, que es amiga de la madre de este crío. No estoy dada de alta ni tengo seguro, pero necesito el dinero».
Todavía es relativamente joven, pues no llega a los 50 años de edad, pero físicamente aparenta mucho más. Las ojeras se han quedado en su rostro, así como algunas arrugas que surcan su piel. La salud y el cuerpo tampoco la han respetado lo suficiente y, a veces, se siente muy desdichada. «Mira lo guapa que era de joven y mira en lo que me he quedado ahora», se lamenta Victoria mientras enseña orgullosa una fotografía de cuando tenía 20. Vuelve a guardar la instantánea en el monedero y se queda en silencio. Observa el interior y rebusca entre la chatarra para encontrar un par de euros. «Los necesito para el transporte, ¿sabes? No puedo permitirme el abono por ahora». Acaba de empezar su segundo turno, justo después de comer, y camina nerviosa, con cierta prisa. No quiere perder el autobús. Las jornadas más largas disponen de quince minutos para el bocadillo.
«¡Hola, Vicky, chata! Sube, que estamos terminando de comer». Es la voz de Ceferino, que le da la bienvenida a su casa. Está jubilado y luce un aspecto muy sano pese a sus longevas primaveras, pero es Jesusa, su señora, la que necesita atenciones y cuidados. El hombre se justifica: «Hago lo que puedo, pero para ducharla necesito que me echen una mano por si se me cae. Hace un año y pico se me resbaló y tuvimos que llamar a una ambulancia. No se rompió nada, pero nos llevamos un buen susto». Después le pregunta a su mujer: «¿Verdad, tesoro?». A continuación le regala un beso en la mejilla.
Victoria ya hace rato que está en el cuarto de baño preparando las toallas y los accesorios. El plato de ducha está acondicionado para que Jesusa se sienta cómoda y no corra peligro de volverse a caer. La llevan entre la asistenta y su esposo, pasito a pasito. Llegados al borde, la anciana se agarra a la mampara para coger bien la postura y sentarse en la silla de plástico. La lavan en la intimidad. A puerta cerrada.
La incertidumbre y las protestas
Han pasado las horas y en un bar tienen puesto el telediario de la noche. Victoria va camino de casa. En total, ha estado casi catorce horas trabajando. No puede más. Las ojeras se hacen más llamativas. «Ahora tengo que llamar a Laura y a Estrella, dos compañeras, que han ido hoy a la reunión del comité. Vamos ver qué hacemos, porque no sabemos si nos van a echar, si nos van a cambiar de empresa o si nos van a pasar a la otra punta por el tema de la ley de dependencia». Se han cansado de ir por las buenas de concejalía en concejalía. Se apoyan mutuamente y van a defender lo suyo y lo de las demás, sean de Leganés, Alcobendas, San Blas o Valdemoro. Allí estarán para ser vistas y escuchadas.
Hace dos semanas fueron a protestar aprovechando un acto de Ana Botella. «Los asistentes al mitin empezaron a insultarnos. Unos nos mandaban a fregar y otros nos llamaban ‘putas’. Incluso vinieron algunos señores con ánimos de llegar a las manos. La policía nos pidió la documentación. ¡Parecíamos delincuentes y solo estábamos reclamando nuestros derechos!». Se enfada. También cuenta que hay compañeras que no van a las concentraciones por miedo a que las despidan o a que las detengan.
Dedica una rápida mirada al televisor a través de la luna del bar. La imagen de la cara de Pedro Piqueras es ahora una toma de la sala de prensa del Palacio de la Moncloa con Mariano Rajoy hablando desde el atril. «Míralo ahí, al hijo de su madre —espeta Victoria con desdén— hablando sobre Cataluña, cuando hay cosas más importantes. Claro, ¿él qué va a decir? En fin, los otros harán lo mismo. Son todos una panda de chorizos».
Al cruzar el umbral, la mujer, agotada, abre el buzón y recoge propaganda y dos sobres blancos. «El cartero se ha vuelto a equivocar y me ha echado a mí una carta que no es mía. No es la primera vez que le pasa. Voy a dejarla aquí arriba, que alguien la verá». La escalera comunitaria huele a refrito y a pescado. Por el hueco se cuelan los ecos de platos y televisores. Algún portazo también puede oírse. Así hasta el tercero. Mañana será otro día. Y también al otro. Como en bucle.
Fuente: Gonzoo